Uno de los principales efectos que surgen de la consolidación de ciertas formas de organización política y social es su normalización, es decir, el que determinados constructos políticos y sociales dejen de ser entendidos como el resultado de decisiones que buscan implementar cierto orden y son percibidos como si se tratara de realidades naturales, normales. De esta forma, las instituciones del presente, aquellas que cumplen un papel determinado en la construcción y protección del orden social vigente, pierden, progresivamente, su huella histórica, la que se desvanece en una suerte de aceptación tácita, pacífica y sumisa de una realidad que se presenta, a sí misma, como normal. Con esta normalización desaparecen todos aquellos conflictos históricos que dan forma a las instituciones políticas del presente, visibilizando la tensa relación entre vencedores y vencidos, vencidas, quienes protagonizaron importantes procesos históricos que son enterrados en el pasado, perdiendo toda potencialidad de incidir en el presente. Lo propio ocurre con la posibilidad de pensar alternativas al orden vigente, pues su normalización no solo implica que desaparece la huella histórica que permite entender su existencia, también genera un efecto adicional: delimita los bordes conceptuales dentro de los cuales se desarrolla el discurso de verdad, aquello que puede ser dicho o pensado, fuera de los cuales toda reforma es vista como falsa, irracional o, incluso, antinatural. La normalización de las instituciones sociales enturbia el horizonte de posibilidades, garantizando la pervivencia de aquel orden social que surgió de un pasado cargado de conflictos políticos, económicos y sociales. La dicotomía legal/ilegal se instala proyectando la relación bueno/malo, donde la legalidad que da forma al orden vigente se normaliza como buena.
Esta es la situación que enfrenta la discusión constituyente que se verifica en el país, la que ha cobrado nuevas fuerzas luego de los acontecimientos desencadenados a partir de octubre de 2019. Y es que el orden constitucional vigente no resulta de la evolución de la tradición constitucional chilena; sus raíces no se agotan en el presidencialismo histórico de Chile o en la organización territorial del Estado en clave unitaria y centralista. Por el contrario, la clave identitaria de esta Constitución es deudora, principalmente, de los conflictos políticos y sociales que definen la historia del siglo XX marcados por la emergencia de distintos actores politicos y sociales que reivindican su lugar en aquello que se ha llamado el reparto de lo sensible los que se intensificaron en el período 1964-73 y se radicalizaron desde el golpe. El proyecto constitucional de la dictadura es una reacción autoritaria, políticamente conservadora, contra esos procesos históricos, cuya finalidad es implementar y conservar determinado diseño de ingeniería social, el que todavía se encuentra vigente. Son estos antecedentes los que permiten explicar el sentido de una serie de instituciones creadas por la Constitución Política de 1980, cuyo conjunto no tiene paralelo en la historia de Chile ni en el Derecho comparado .
El proyecto constitucional de la dictadura ha sido beneficiado por este fenómeno de la normalización, borrando la huella histórica que explica su existencia e higienizando los efectos políticos y sociales que despliega sobre la sociedad, neutralizando toda posibilidad de pensar alternativas a dicho orden social.
Autores: Constanza G. Schönhaut Soto, José T. Herreros Nogueira
Editoral IUS CIVILE